Las Historias de Ibrahim

Cuando la muerte nos arrebata el amor



Cuando perdemos a quien amamos, nos tropezamos con la muerte -cara a cara- sin siquiera pensarlo. Entonces, en medio de la confusión y la soledad que deja el espacio vacío de esa ausencia, nos planteamos muchas cosas que, nos acercan a esto que damos en llamar: los ciclos de la vida.

Nacer y morir, dos caras de una misma moneda. Nacer para morir y morir para volver a nacer, una rueda sin principio ni fin.

Mucho se habla de que somos cocreadores de nuestro destino, a partir de nuestros pensamientos y deseos más profundos. ¡Y estoy convencida de que es así!. Pero ¿qué sucede cuando en ese destino existen personas, sobre las cuales no podemos decidir? ¿sobre las cuales no nos alcanza con nuestro libre alvedrío para modificar el orden de lo establecido, si es que dicho orden existe y nos rige?

Alguien dijo alguna vez que, seremos más felices el día que podamos aceptar más que esperar. Si ayer estuve de acuerdo con este concepto, hoy -tras elaborarlo nuevamente-, siento que, ante el dolor que me produjo una pérdida que marcó mi vida, aquellas palabras suenan hasta irónicas, cuando lo que debemos aceptar es la muerte de alguien ligado a nuestro tiempo y espacio. ¿Cómo se nos ocurriría conectar la felicidad con la muerte?

Yo hablaría entonces de PAZ, y diría: tendremos paz el día que aceptemos más de lo que esperamos; porque lo que es cierto es que, algunas cosas suceden, las deseemos o no, las aceptemos o no.

Pienso que lo natural, dada nuestra condición humana, es nacer y morir... una y otra vez... en un ciclo meramente evolutivo. Pero cuando quien parte es un ser querido se acaban las teorías, se acaban los consejos, se acaban los consuelos, y todo nos hace pensar que no estamos preparados, que nunca lo estuvimos. ¿Cómo se nos ocurriría pensar que eso podría pasar?

Cuando llega el momento y recibimos el impacto de una muerte que no esperamos (porque nunca la esperamos), sentimos correr por nuestro cuerpo y alma un manto helado, lejano, impersonal, hasta que caemos en cuenta de que, eso nos está pasando a nosotros.

¿Cómo sucedió? ¿Quién lo permitió? ¿Cómo es que se fue la vida en un suspiro? ¿A donde quedaron los sueños, los proyectos, las ganas de crecer en compañía?

Cuando quien amamos se va, nuestra vida comienza a girar en torno a un recuerdo, como si se tratase de una película.

Ese abrazo en un momento cualquiera, esa mirada perdida en la nuestra, esa primera “conexión”, esa primera cena, esa primera vez, esa primera discusión, ese primer perdón, esos amigos y proyectos en común. Luego la vida se convierte en un flash. No sabemos cuando ni como se esfumó. ¡Es tanto y a la vez es nada! Y de repente nos encontramos en esa última charla por teléfono, en ese último encuentro programado y sin respuesta, ante ese último pedido.

¿Pensamos alguna vez que llegaría esa última vez? No, sin lugar a dudas no.

¡Qué tristeza no darnos cuenta a tiempo que el mañana no existe! Que no existe más tiempo que el presente. Que no sirve proyectar. Que si no actuamos hoy, a lo mejor mañana es demasiado tarde.

Entonces pensamos en porqué no disfrutamos de esa persona, porqué no aprendimos de ella, porqué no le dijimos cuanto la amábamos, porqué permitimos que sufriera por nuestra culpa, porqué... porqué...

¡Tantos porqué! ¡Tantas preguntas! Y tantas respuestas intentando paliar nuestro dolor.

A veces sentimos que no alcanzan todas las lágrimas del mundo para purificar errores, dolores causados, deudas pendientes. A veces sentimos que es tarde para todo eso, porque la vida ya no está.

Existen muchas preguntas pero la respuesta es una sola, y volvemos a lo mismo: El mañana no existe. El tiempo es una mera ilusión. Incluso la eternidad se concentra en este preciso instante. Por eso, debemos vivir con plena conciencia de cada segundo, dejar de pensar y pre-ocuparnos por el mañana, disfrutar cada paso de la vida, despojarnos de pre-juicios y máscaras innecesarias, abrir nuestro corazón y aceptar todo lo que nos ocurra, para alcanzar la paz y el equilibrio que tanto necesitamos.

En realidad estoy convencida de que la muerte solo existe en un plano físico. No le temo a la muerte, es más, siento que con ella logramos evolucionar y trascender más allá de la materia física. Pero siento que en algún punto me cuesta aceptar la muerte de quienes me rodean, a lo mejor, por esta mala costumbre de no aprovechar mi tiempo con ellos, al 100%, como debería haberlo hecho, de no haber dicho ni hecho todo lo que hubiese querido.

Hoy me doy cuenta que no es a la muerte a quien temo, sino a mis decisiones, a mi inacción, a mis fracasos.

Si pudiera girar el curso de mi destino, tal como lo deja entreveer el argumento de la película “The Jacket. Regresiones de un hombre muerto”, habría tomado decisiones muy diferentes con respecto a personas que ya no están, habría dicho algunas cosas menos, habría generado más oportunidades, habría valorado a tiempo, habría sido más justa, habría sido más coherente y menos impulsiva, y a lo mejor... ¡quien dice!... a lo mejor hoy todo hubiese sido diferente. Pero no es así. Las cosas están como están, y yo debo seguir a pesar de todo aquello que me cuesta aceptar.

Me quedo con lágrimas silenciosas que protejen lo sagrado y me demuestran lo duro que es crecer. Me quedo con lo mejor del tiempo compartido. Me quedo con proyectos vivos tan solo en otros planos de mi existencia.

No me cabe la menor duda que, tras la muerte, están reservados los grandes lugares para las grandes personas.

Ese gran lugar, es el corazón de quienes nos han querido. ¡Eso significa ser eterno, eso significa ser inmortal!

¡El desafío es despertar a tiempo!