
El ser humano, desde nunca y hasta siempre, inmerso en una eterna carrera hacia ningún lado.
Protagonista atónito, pasivo, o bien protagonista artífice de una realidad inevitable, pero protagonista al fin y al cabo, no puede evitar el sentir cómo se esfuma en medio de un raciocinio imperfecto, la posibilidad de encontrar alguna salida, una luz al final del camino, una luz que lo invite a seguir, que lo invite a luchar.
El ser humano, con un futuro borroso, aferrado a sus sueños, pero sintiéndolos a la vez utópicos, corriendo tras una estrategia que le permita ponerse en pie de lucha. ¿Contra quién? ¿Hasta donde? ¿Hasta cuando? Buscando realidades diferentes, que le permitan saltar de lo cotidiano, pero con una actitud de enojo hacia la vida, hacia esa vida que no entiende, y sin embargo quiere conquistar.
El ser humano, prefiriendo la incertidumbre a la dura certeza, para poder así, ilusionarse con nuevos horizontes, y no pensar que todo muere en el inconsciente colectivo. En ese inconsciente que nos devora ferozmente día tras días, sin que siquiera podamos advertirlo, volviéndonos cómplices de la estupidez, de la insensatez que nos ciega y nos quita individualidad.
El ser humano, en su expresión más triste y a la vez más pobre, pero intentando despertar, Intentando buscar señales en terrenos no explorados. ¿Esperando qué? No lo sabe, y sin embargo, sigue esperando... como Penélope -a su hombre- que nunca regresará... A lo mejor, digo, esperando salir de su profunda soledad.
El ser humano, juez y parte de un juego perverso, en el que el bien y el mal entretejen la misma trama, de una tela que se convierte en piel. Con derecho a condenar en otros, actitudes habituales en si mismo.
El ser humano, y a pesar de todo, intentando conquistar la felicidad, sin advertir que ésta nació con él. Como una ilusión, como un espejismo caprichoso en medio del desierto.
Y nosotros, del otro lado del escenario, mirándonos atónitos a nosotros mismos. Riendo sin parar de nuestra mediocridad. Hasta que en un punto determinado, las risas inquietas dan espacio al silencio, a las lágrimas y a la caída de un telón que ahora nos invita a la reflexión.
Como corolario, una frase acrecienta mi inquietud...
“...no entiendo la impaciencia de la eternidad...”...dicen...
¡Yo tampoco!

